La festividad de la Asunción es un día de alegría. Dios ha triunfado. El amor ha triunfado. La vida ha triunfado. Hemos visto que el amor es más fuerte que la muerte. Que Dios posee la verdadera fuerza y su fuerza es la bondad y el amor. María fue elevada al Cielo en cuerpo y alma: incluso el cuerpo, tiene en Dios un lugar. El Cielo ya no es un dominio muy lejano y desconocido para nosotros.
En el Cielo, tenemos una madre. Es la Madre de Dios, la Madre del Hijo de Dios, es nuestra Madre. Él mismo lo dijo. La hizo nuestra Madre cuando dijo al discípulo y a todos nosotros: “¡He ahí a tu Madre!”. En el Cielo, tenemos una Madre. El Cielo se ha abierto, el Cielo tiene un corazón (...)
María se eleva en cuerpo y alma a la gloria del Cielo y con Dios y en Dios, es Reina del Cielo y de la tierra. ¿Está muy lejos de nosotros? Todo lo contrario.
Precisamente porque está con Dios y en Dios, está muy cerca de cada uno de nosotros. Cuando estaba en la Tierra, solo podía estar cerca de unas pocas personas. Estando en Dios, que está cerca de nosotros, que está incluso “dentro” de todos nosotros, María participa de esta cercanía a Dios. Estando en Dios y con Dios, ella está cerca de cada uno de nosotros, conoce nuestro corazón, puede escuchar nuestras oraciones, puede ayudarnos con su bondad maternal y se nos da —como dice el Señor— precisamente como una "madre", a quien podemos dirigirnos en cualquier momento.
Ella siempre nos escucha, está siempre cerca de nosotros y, siendo Madre del Hijo, participa del poder del Hijo, de su bondad. Siempre podemos confiar toda nuestra vida a esta Madre, que está cerca de todos. Demos gracias al Señor, en esta festividad, por el don de la Madre y recemos a María para que ella nos ayude a encontrar cada día el camino correcto. Amén.
Homilía de Benedicto XVI, 15 de agosto de 2005