Entre los santos, está María por excelencia, Madre del Señor y espejo de toda santidad. En el Evangelio de Lucas, la encontramos comprometida en un servicio de caridad hacia su prima Isabel, con quien permanece "unos tres meses" (1, 56), para asistirla en la fase final de su embarazo. "Magnificat anima mea Dominum", dijo con motivo de esta visita - "Mi alma exalta al Señor" - (Lc 1, 46). Expresa así todo el programa de su vida: no para ponerse en el centro, sino para dar lugar a Dios, presente en la oración como en el servicio al prójimo; sólo entonces el mundo se vuelve bueno.
María es grande precisamente porque no quiere hacerse grande, pero quiere hacer grande a Dios. Es humilde: no quiere ser otra cosa que la esclava del Señor (cf. Lc 1, 38, 48). Sabe que contribuye a la salvación del mundo, no cumpliendo su obra, sino poniéndose plenamente a disposición de las iniciativas de Dios.
Es una mujer de esperanza: solo porque cree en las promesas de Dios y espera la salvación de Israel; el ángel puede acercarse a ella y llamarla al servicio decisivo de estas promesas. Es una mujer de fe: "Feliz la que ha creído", le dijo Isabel (Lc 1, 45).
Papa Benedicto XVI
Extracto de « Deus caritas est» n°41