Vivo en Francia, tengo ahora 76 años y tengo una relación de confianza con María, nuestra Madre, desde que tenía 20 años. Estuve casado durante 53 años con una esposa que nunca “intelectualizó” su fe cristiana, sino que la vivió, me dio tres hijos y, para su deleite, vivió una vida discreta como ama de casa.
Los últimos nueve o diez años de nuestra vida juntos no fueron lo que soñamos cuando me jubilé a fines de marzo de 2004. Mi esposa contrajo la enfermedad de Alzheimer.
Durante nuestros mejores años, repetidamente le hice la promesa de que si, por casualidad, un día se volvía dependiente de la manera que fuera, nunca entraría en lo que púdicamente llamamos ¡una “estructura"! (…) Regularmente le reiteré mi juramento de mantenerla con nosotros y cuidarla por completo, personalmente, ¡costara lo que costara!
La salud "insolente" que el cielo me ha dado, me permitió cumplir mi promesa y, en particular, ¡la prueba no me pesó! (…) El amor que sentía por mi esposa, por el contrario, me dio alas y me hizo estar atento a adivinar sus más mínimas necesidades para prevenirlas y evitar que sufriera por no tenerlas satisfechas. Sin embargo, no pretendo haber sido siempre tan perspicaz como hubiera deseado.
Ambos estuvimos en los scouts católicos y, aunque durante mucho tiempo ella había estado en una suerte de mas allá impreciso, yo recitaba regularmente nuestra oración scout para mí mismo y cada palabra adquiría todo su sentido. También, cuando visiblemente, el año pasado, comenzó a dirigirse hacia la salida de nuestro mundo terrenal para avanzar al cielo, le pedí a María que viniera a recogerla el 15 de agosto para llevarla a una de las muchas mansiones de la casa del Padre.
Pasó el 15 de agosto y mi oración no fue escuchada. Lo atribuí a la osadía de mi petición. Fue la noche del domingo 8 de septiembre cuando María vino a recoger a mi querida esposa, al final de un último y muy difícil día para ella.
¡Fue solo entonces que vi la relación! (…) Venir a buscarla la noche de la festividad de la Natividad de la Virgen María me hizo comprender que María había reconocido en ella a una madre auténtica, como era ella misma con Jesús. Entonces me di cuenta de la complicidad que esto había desarrollado en ellas. Me tranquilicé por la madre de nuestros hijos y le agradezco a María esta señal tan clara, más allá del dolor de la separación.
Gérard K., testimonio recibido en la redacción de la Asociación Marie de Nazareth