El 30 de noviembre de 1186, día de san Andrés, los religiosos de Déols, un pequeño pueblo de Indre (Francia), se reunieron para el oficio de maitines. A la luz de las velas, el abad atravesó el coro y comprobó si todos estaban en su puesto. Estaba terminando su inspección y estaba a punto de dar inicio a los cánticos, cuando su mirada se posó sobre un asiento vacío. "¿Dónde está nuestro hermano Josbert?”, preguntó. Un fuerte susurro se escuchó entre las filas, pero nadie pudo responder a la pregunta del abad. “Debe haber algo grave; lo descubriré yo mismo”, y salió de prisa, seguido por un novicio.
Josbert brillaba por sus virtudes, su piedad y el escrupuloso cumplimiento de sus deberes. Después de unos momentos, el abad regresó pálido y desanimado, llorando: “Hermanos míos, nos está sucediendo un gran acontecimiento. El beato Josbert está en el Cielo. Suspendan sus cantos y vengan a contemplar el deslumbrante milagro que se realizó en su cuerpo”.
Los monjes siguieron los pasos del abad y entraron con él en la celda donde les esperaba un espectáculo maravilloso. Envuelto como en un sudario en los rígidos pliegues de su hábito negro, con las manos entrelazadas y la cara vuelta hacia el cielo, Josbert, muerto, yacía sobre su esterilla. Dos rosas rojas crecieron en sus ojos, otras dos en sus orejas, una quinta de sus labios y cada flor llevaba en su cáliz una letra del nombre de la Virgen.
Cuando el arzobispo Henri de Sully vino a admirar el prodigio, se dispuso a recolectar las rosas milagrosas, pero estas se marchitaron y se desvanecieron al ser retiradas, excepto la que había florecido en la boca. Durante mucho tiempo esta última conservó su frescura y brillo en el relicario donde fue colocada con sus compañeras.
Just Veillat (1813-1866), primer encargado del museo de Châteauroux; autor de novelas históricas.
Extracto de su libro Légendes pieuses du Berry (Leyendas piadosas de Berry).