La tradición dice que los tres habitantes de la santa casa de Nazaret casi nunca hablaron. Las conversaciones celestiales, que podríamos haber imaginado como parte de la vida de la Sagrada Familia, solo tuvieron lugar en nuestra imaginación, no existieron. Ahí reinaba un silencio más profundo que en la soledad de las lágrimas o en un convento de Cartujos donde el viento de los Alpes ruge por los pasillos y sacude las ventanas, mientras los demás permanecen silenciosos como tumbas.
Las palabras de Jesús fueron muy raras. Esta es la razón por la cual María las guardó en su corazón, como tesoros raros y preciosos. Si reflexionamos, veremos que difícilmente podría haber sido de otra manera. Dios es silencioso.
¿Cómo podría María no haber estado en silencio? Una criatura que había vivido tanto tiempo con el Creador no podía hablar mucho; su corazón estaba lleno, su alma se redujo al silencio. Había estado con Jesús durante doce largos años, largos años en relación con la formación de hábitos, aunque habrían pasado por María como un éxtasis sagrado, lleno de amor doloroso.
Ella había llevado a Jesús en sus brazos. Ella lo había vigilado mientras dormía. Ella le había dado de comer; lo había mirado a los ojos. Él le había revelado sin cesar su corazón. Ella había aprendido a entenderlo. Todas las semejanzas con Dios habían penetrado el alma de María. Sabemos cuán silencioso es Dios.
Frédéric William Faber (1814-1863) Le Pied de la Croix, 3° douleur (Al pie de la cruz, 3º dolor), París, Ambroise Bray, 1858.