A veces escuchamos a alguien decir con condescendencia, "el Rosario es la oración de los pobres”. Mejor dicho: "Es nuestra oración de pobres":
- pobreza en las horas de desasosiego, que nos dejan sin aliento, sin deseos, sin certezas;
- pobreza en los días felices, que es otro nombre para la libertad de corazón, y que nos pone a disposición de Dios y de los demás, arcilla fresca para los inventos del Espíritu;
- pobreza pascual en los días en que Jesús hace aflorar su gloria en nuestra vida diaria, en los días en que serenamente nos sentimos amados, mirados, llamados y entendidos por un Dios que maravilla.
El Rosario es una cadena de momentos en los que María, Madre de Jesús, ofrece su presencia y su intercesión, como en los comienzos de la fe cristiana, cuando la Iglesia todavía estaba en el cenáculo y María “estaba allí”, invitando a la oración con su oración.
El Rosario es la oración espontánea de nuestras horas dolorosas, alegres y gloriosas, que son nuestros propios misterios, o mejor dicho, la huella en nosotros del misterion: el plan de Dios revelado en Jesucristo.
¿Qué sucede con esta oración paradójica del Rosario, donde las palabras están presentes para mantener los ojos abiertos, para puntuar la memoria, como un ostinato en el que el corazón improvisa? Simplemente una imitación filial, que imprime en nosotros el ícono que contemplamos. Si María se une tan bien a nosotros en nuestros misterios, es porque, guardando todas las cosas en su corazón, Ella nunca deja de escudriñar los misterios, los momentos salvíficos de la vida de Jesús. El Rosario nos permite vivir en su mirada, comulgar con su escucha, entrar en resonancia con la oración de su corazón.
Hay varias formas de cruzar un jardín. Se puede pensar que lo más gratificante es mirar las flores; pero, hay una actitud aún más satisfactoria, más transformadora, más liberadora: dejarse mirar por las flores. El Rosario es un poco así: es una forma de colocarse, con el corazón de una persona desprendida, bajo la influencia de la vida de Jesús; una manera de dejar que Jesús te mire, como lo hizo María a lo largo del día.
Hermano Juan Lévêque, carmelita de la provincia de París