En el episodio de la Presentación, uno puede percibir el encuentro de la esperanza de Israel con el Mesías. También puede verse como un signo profético del encuentro del hombre con Cristo. El Espíritu Santo lo hace posible, al despertar en el corazón humano el deseo de este encuentro salvífico y permitir su realización.
No podemos ignorar el papel de María, que le da el Niño al anciano y santo Simeón. Por voluntad divina, es su Madre quien da a Jesús a los hombres. Al revelar el futuro del Salvador, Simeón se refiere a la profecía del "Siervo" enviado al Pueblo Elegido y a las naciones. El Señor le dijo: “Te he llamado para cumplir mi justicia, te he formado y tomado de la mano, te he destinado para que unas a mi pueblo y seas luz para todas las naciones” (Is 42, 6). Y también: “No vale la pena que seas mi servidor únicamente para restablecer a las tribus de Jacob, o traer sus sobrevivientes a su patria. Tú serás, además, una luz para las naciones, para que mi salvación llegue hasta el último extremo de la tierra” (Is 49, 6).
En su cántico, Simeón invierte la perspectiva, haciendo hincapié en la universalidad de la misión de Jesús: porque mis ojos han visto tu salvación, que has preparado en presencia de todos los pueblos, luz para iluminar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel (Lc 2, 30-32). ¿Cómo no maravillarse ante tales palabras? Su padre y su madre estaban asombrados de lo que se decía sobre Él (Lc 2, 33). Pero José y María, gracias a esta experiencia, entienden más claramente la importancia de su gesto de ofrenda en el Templo de Jerusalén. Presentan a Aquel que, siendo la gloria de su pueblo, es también la salvación de toda la humanidad.
Papa san Juan Pablo II: Catequesis sobre el Credo, 11 de diciembre 1996.