A la Virgen María, la amo, la aprecio y le rezo. Ella me consuela, me guía y me hace sonreír. Ella fue quien me condujo a Dios. Mi primer encuentro con ella fue en Nuestra Señora de la Salette (Alpes franceses). Allí estaba en la iglesia. Hubo una celebración y no sé por qué, pero lloré, lloré de amor. ¡Porque me di cuenta de que Dios era grande!
Pasaron unos años, la olvidé y Cristo no me habló mucho más... Y un día, en un aeropuerto, estaba pasando mis días "disfrutando de la vida" o, mejor dicho, desperdiciándola. Entonces conocí a un religioso que, mirándome a los ojos, me dijo, "voy a rezar a la Virgen María por ti". Así que lo reté diciendo: "No te lo he pedido, ¿por qué me dices eso? ¡No necesito tus oraciones!”. Entonces me fui y, unas semanas después, pensé en esa frase, “voy a rezar a la Virgen María por ti”. Decidí ir por la carretera de Compostela (España) a buscar… ¿A buscar qué? Sin duda, a buscar un sentido para mi existencia, encontrando sabor, en medio de esta sociedad donde siempre me he sentido diferente, inadaptado...
En el camino no encontré las respuestas a las llamadas preguntas "existenciales". Después de caminar hacia Pamplona, me dije, "no tengo que ir a Santiago, hay alguien esperándome en Lourdes”. Entonces, tomé el camino en sentido contrario y subí a Lourdes. Allí encontré a la Virgen María. Me recordó que “el Señor ha hecho maravillas en mí”. Es gracias a su amor que hoy elijo ser católico.
A veces resulta que estoy “en huelga” con Cristo, así que hablo con María y sin duda ella habla con Dios. Solo quisiera decirles a todos aquellos que necesitan ser consolados, a aquellos que están heridos, aislados, a todos los no amados de este mundo: sepan que en algún lugar alguien los espera, en algún lugar la Virgen María, Madre de Dios, Madre de los pobres, los acogerá y nunca los abandonará.
S.M.
Testimonio enviado a Marie de Nazareth, después de un Congreso Misión, septiembre de 2020.