La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que debe pintarse en su rostro es una asombrosa ansiedad que solo una vez se ha dado en un ser humano. Porque Cristo es su hijo, la carne de su carne y el fruto de su vientre. Ella lo ha llevado nueve meses y le dará el pecho y su leche se convertirá en la sangre de Dios.
Y a veces, la tentación es tan fuerte que olvida que Él es Dios. Ella lo abraza y le dice: ¡mi niño! Pero en otras ocasiones, Ella se siente completamente cohibida y piensa: “Dios está allí” y siente un horror religioso por este Dios mudo, por este niño aterrador. Pues todas las madres se detienen a veces frente a ese fragmento rebelde de su carne que es su hijo y se sienten en exilio ante esa nueva vida que se hizo con sus vidas y que viven de pensamientos ajenos a ellas.
Pero ningún niño ha sido ejecutado más cruelmente y más rápidamente arrancado de su madre, ya que Él es Dios y excede en todo sentido lo que Ella pueda imaginarse. Y es una prueba difícil para una madre avergonzarse de sí misma y de su condición humana frente a su hijo. Pero yo pienso que también hay otros momentos, breves y resbaladizos, donde Ella siente al mismo tiempo que Cristo es su hijo, su pequeño, y que él es Dios. Ella lo mira y piensa: "Este Dios es mi hijo, esta carne divina es mi carne, está hecha de mí, tiene mis ojos y la forma de su boca es la mía. Él es Dios y se parece a mi".
Y ninguna mujer ha tenido a su Dios solo para ella. Un Dios muy pequeño que puede ser abrazado y besado, un Dios cálido que sonríe y respira, un Dios que puede ser tocado y que vive. Es en esos momentos que yo pintaría a María, si fuera pintor, y trataría de darle el aire de tierno atrevimiento y timidez con el que avanza el dedo para tocar la piel suave de este niño-Dios, cuyo cálido peso siente sobre sus rodillas y le sonríe.
Jean Paul Sartre(1), meditación escrita durante la guerra.
(1)Jean-Paul Sartre (21 junio 1905 – 15 abril 1980) escritor y filósofo francés, ateo.