En 1932, mi abuelo picaba piedra en una mina alemana cerca de Luxemburgo. Todas las mañanas iba a trabajar a pie, rezando su rosario. En ese tiempo todavía no había autobús. Tardaba media hora en llegar y lo mismo en volver. Ocupaba su tiempo para rezar. Una mañana, después de hacer un largo trayecto, se dio cuenta de que había olvidado su rosario.
¿Qué hacer? ¿Continuar la ruta o volver a buscarlo? Tomó una decisión rápidamente. Regresó a casa corriendo, luego volvió de prisa. Se apresuró, pero fue en vano: llegó al trabajo diez minutos tarde. Sus compañeros tuvieron que esperarlo porque, como responsable, tenía las llaves del lugar. Juntos se fueron a la mina.
Justo antes de bajar, escuchan un estruendo. Los hombres se miran aterrados. Algo debe haber colapsado. La montaña tuvo que hundirse. Gracias a Dios, ningún trabajador estaba en la mina. Después de un primer control, vieron que enormes bloques de rocas se habían desprendido en el interior y obstruido varias galerías...
Si ese día mi abuelo no hubiera llegado tarde, muchos trabajadores no habrían sobrevivido a semejante desgracia. ¡Él tampoco! Ante este hecho, todos reconocieron la protección de Dios y de la Santísima Virgen. Cuando llegué a casa, mi abuelo me contó la noticia. Me temblaban las piernas. Desde entonces, el Rosario ha sido venerado en nuestra familia. No olvidamos que nos ha salvado de muchas desgracias.
Inge Kowalski, en Retendes Gottes volk (Salvando al pueblo de Dios).
Compilado por el hermano Albert Pfleger, marista, para el Florilegio mariano.