En la cárcel nazi de Berlín, Alemania, en 1942, mientras los presos pasean por el patio de la prisión uno detrás de otro, se escucha: "Padre, ¿tiene un rosario?", susurra una voz detrás del provincial de los jesuitas alemanes, el padre Augustin Rösch, también prisionero. El Padre no tiene ningún rosario... "Padre, trate de conseguirme uno, ¡lo necesito muchísimo!", insiste discretamente la misma voz.
A la noche siguiente, el padre Rösch no puede dormir. Tiene las manos atadas y una lámpara permanece encendida sobre su cara para que el guardia pueda observarlo en todo momento.
La puerta cruje, el prisionero salta. ¿Control? ¿Interrogatorios? Es el custodio, uno de los pocos que tiene un buen corazón. Entra y le dice que es católico. El padre se atreve y le ruega que le consiga un rosario.
En medio de la noche, nuevamente un ruido de llaves en la cerradura. El guardia se acerca al sacerdote: "Padre, ¿está dormido?”, le pregunta. “¡Tengo un rosario para usted!”. Al sacerdote le cuesta creerlo. "Sí, padre, es un regalo de mi madre. Puede usarlo hasta que pueda comprar uno nuevo para usted. ¡Buenas noches!”.
¡El sacerdote tiene ahora su rosario! Pero no lo guarda para sí, lo hace circular a través de la lúgubre cárcel en la que los hombres torturados esperan la muerte. Todo el mundo puede guardar el rosario media hora. Incluso aquellos que una vez se burlaron de él, consideran que es como una cuerda para aferrarse a Dios.
Un prisionero confesará más tarde: “Antes yo no quería saber nada del rosario, pero en la cautividad comprendí cuánta fuerza y alegría trae rezar los misterios del Rosario para obtener ayuda y protección de Nuestra Señora”.
Según la revista jesuita alemana Maria, 1959