En 1918, buscaba un trabajo de ama de casa en Augsburgo (Baviera). Éramos muchos en casa y en ese momento las condiciones de vida eran difíciles. Un familiar me dio varias direcciones con una nota de recomendación. Lamentablemente, ¡todos los lugares en cuestión estaban ocupados! Angustiada, me refugié en la iglesia más cercana. Allí recé dos Rosarios, llena de confianza en la Santísima Virgen.
A la salida de la iglesia, un joven distinguido se acerca y me pregunta cortésmente si soy la chica que está buscando trabajo. Ante mi respuesta afirmativa, me lleva a una villa y me dice: “En esta casa están buscando a una chica de tu tipo. Son buenos cristianos, que te tratarán como a su hija... ¡Toca a la puerta y buena suerte! Luego mi guía se despidió cortésmente y desapareció, sin siquiera darme oportunidad de darle las gracias.
Llena de confianza, llamé a la puerta. Una dama distinguida me abrió. Cuando le dije que un joven y amable caballero me había traído hasta allí porque buscaban a una empleada doméstica, la señora me respondió: "¡Sí, en efecto! Pero hasta ahora no habíamos hablado con nadie... Entra, vamos a hablar de ello”.
La señora me hace pasar y me ofrece café y pasteles. De repente, mis ojos se sienten atraídos por una imagen en la pared. Cuál sería mi sorpresa: (...) “¡Era la foto del joven que me trajo a su casa! ¿Cómo es posible?”. La señora, a su vez, muestra un gran asombro: “Esta es la foto de nuestro único hijo, que murió en la guerra... ¡Así que fue nuestro querido hijo quien te condujo a nuestro hogar!".
Las dos estábamos profundamente impresionadas por el hecho... La señora me contrató. En cuanto a mí, siempre adorno la imagen del hijo con flores frescas para expresarle mi gratitud, a quien nuestra Madre del Cielo envió para conducirme donde sus padres.
Según Franz Schrönghauer-Heimdal (1881-1962) escritor y pintor católico bávaro