Después de rezar el Rosario con Jacinta y Francisco, y otras personas que estaban allí, volvimos a ver el reflejo de la luz que se acercaba y luego a Nuestra Señora en la encina verde, exactamente como en el mes de mayo. “¿Qué desea?”, le pregunté. “Quiero que vengan aquí el 13 del próximo mes, que recen el Rosario todos los días y que aprendan a leer. Enseguida les diré lo que quiero”.
Yo le pedí que curara a una persona enferma:
—Si se convierte, se recuperará este año.
—Me gustaría pedirle que nos lleve al Cielo.
— Sí, a Jacinta y a Francisco, los llevaré pronto; pero tú te quedarás aquí todavía por un tiempo. Jesús quiere servirse de ti para darme a conocer y hacerme amar. Quiere establecer en el mundo la devoción a mi Corazón Inmaculado.
—¿Y yo me quedaré aquí sola? —Le pregunté con pena.
—No, mi hija, tú sufres mucho. ¡No te desanimes! Nunca te abandonaré. Mi Corazón Inmaculado será tu refugio y el camino que te llevará a Dios.
En el momento en que Ella estaba diciendo estas últimas palabras, abrió sus manos y nos cubrió por segunda vez el reflejo de esa inmensa luz que emanaba de Ella. (...)
En la palma de la mano derecha, Nuestra Señora tenía un corazón rodeado de espinas que parecía hundirse. Entendimos que ese era el Inmaculado Corazón de María, ultrajado por los pecados de la humanidad, que exigen reparación.
Sor Lucía, una de los tres videntes de Nuestra Señora de Fátima.