Durante la oración en el Cenáculo, en una actitud de profunda comunión con los Apóstoles, algunas mujeres y los demás "hermanos" de Jesús, la Madre del Señor invoca el don del Espíritu Santo para Ella y para la comunidad.
Estuvo bien que la primera efusión del Espíritu sobre Ella, que tuvo lugar en vistas a su divina maternidad, se renovara y fortaleciera. De hecho, a los pies de la cruz, una nueva maternidad se le confió a María, la que se refería a los discípulos de Jesús. Esta misión requería precisamente una renovación del don del Espíritu. La Virgen, por tanto, la deseaba en vista de la fecundidad de su maternidad espiritual. Cuando, en el momento de la Encarnación, el Espíritu descendió sobre Ella como una persona llamada a participar dignamente en el gran misterio, todo se realiza de acuerdo con la Iglesia, de la cual María está llamada a ser la figura, el modelo y la madre. En la Iglesia y para la Iglesia, la Virgen, recordando la promesa de Jesús, espera Pentecostés e implora la multiplicación de los dones, de acuerdo con la personalidad y la misión de cada uno.
En la comunidad cristiana, la oración de María tiene un significado especial: favorece el advenimiento del Espíritu al solicitar su acción en los corazones de los discípulos y en el mundo. Así como, en el momento de la Encarnación, el Espíritu había formado el cuerpo físico de Cristo en su seno virginal, así en el Cenáculo el mismo Espíritu desciende para animar su Cuerpo Místico. Pentecostés es, por lo tanto, también el fruto de la oración incesante de la Virgen, que el Paráclito acepta con especial favor porque es la expresión de su amor maternal por los discípulos del Señor.
Al contemplar la poderosa intercesión de María que espera al Espíritu Santo, los cristianos de todos los tiempos, en su largo y difícil viaje hacia la salvación, a menudo recurren a Ella para recibir con mayor abundancia los dones del Paráclito.
San Juan-Pablo II: Extracto de la Audiencia General del 28 mayo 1997