En el volumen 1 de “El Evangelio tal como me ha sido revelado” de María Valtorta, en el volumen 1, cap. 3 (1), Jesús le habla a María Valtorta y le dice:
“Los justos son siempre sabios: amigos de Dios, viven en su compañía y Él los instruye, Él que es Sabiduría infinita.
Mis abuelos eran justos y por lo tanto poseían la sabiduría. Es con toda verdad que podían repetir lo que dice el Libro cuando canta las alabanzas de la Sabiduría en el libro del mismo nombre: es a ella a quien he apreciado y buscado desde mi juventud; yo traté de tomarla por esposa.
Ana de Aarón era la mujer fuerte de la que habla nuestro abuelo. Y Joaquín, un descendiente del rey David, buscaba menos el encanto y la riqueza que la virtud. Ana poseía una gran virtud. En ella, todas las virtudes se unieron en un fragante ramo de flores para formar una realidad única, la más bella de todas: la virtud. Una verdadera virtud, digna de estar ante el trono de Dios.
Joaquín se había casado dos veces con la sabiduría, amándola más que a ninguna otra mujer: la sabiduría de Dios contenida en el corazón de la mujer justa. Ana no había buscado nada más que unir su vida a la de un hombre recto, con la certeza de que la rectitud hace la alegría de la familia.
Y para ser el emblema de la mujer fuerte, solo necesitaba ser colmada de hijos, ya que es la gloria de una esposa, la justificación del matrimonio, de la que habla Salomón. Para su felicidad solo le faltaban los hijos, esas flores del árbol que se unió al árbol vecino y da nuevos frutos en abundancia, donde las dos bondades se funden en una, porque su esposo nunca le causó el más mínimo sufrimiento.
Convertida en una anciana, casada con Joaquín durante décadas, fue para él la esposa de su juventud, su alegría, su cierva querida, su graciosa gacela, cuyas caricias conservaban la frescura y el encanto de su primera noche nupcial y alimentaba dulcemente su amor; que permanecía tan fresca como una flor humedecida con el rocío y ardiente como el fuego que una mano no deja de alimentar. Por eso, en su tristeza de no tener hijos, se decían palabras de consuelo en sus preocupaciones y desgracias.
Cuando llegó la hora, la Sabiduría, después de haberlos instruido a lo largo de sus vidas, los iluminó con sueños nocturnos, como se canta la serenata del glorioso poema que iba a nacer de ellos, y sería María, la más santa, mi Madre. Si, en su humildad, no se imaginaban eso, su corazón se estremecía de esperanza tras el primer anuncio de la promesa de Dios. Las palabras de Joaquín ya revelan esta certeza: espera, espera... Venceremos a Dios por la fidelidad de nuestro amor. Soñaban con un hijo: tuvieron a la Madre de Dios”.
(1) Tomo 1, cap. 3 de la nueva edición y tomo 1, cap. 4 de la antigua edición.
L’Evangile tel qu’il m’a été révélé (El Evangelio tal como me fue revelado), María Valtorta.