En la década de 1580, una pobre pastora del Flandes belga (Bélgica) amaba tanto a la Santísima Virgen que iba todos los días a rezarle en una pequeña capilla mientras sus ovejas pastaban. Y como la estatua de la Santísima Virgen no tenía adornos, la joven pastora le hizo una capa con un trozo de tela y, a menudo, le tejía una corona de flores y le decía: “Madre, me gustaría ponerte una corona de piedras preciosas en la frente; pero, como soy muy pobre, te ruego aceptes esta sencilla corona de flores”.
La pastora pronto cayó enferma y entró en agonía; pero dos religiosos que estaban por ahí y que descansaban debajo de un árbol, de repente tuvieron una visión: vieron a un grupo de vírgenes muy hermosas y, en medio de ellas, una que las superaba en belleza y majestuosidad.
Uno de los religiosos le preguntó quién era: “Soy la Madre de Dios y voy con estas vírgenes santas cerca de aquí a visitar a una pastora en agonía que me hizo muchas visitas”. Y enseguida desapareció.
Los religiosos entonces se dijeron "vamos nosotros también a verla". Salieron y encontraron, en una pobre choza, a la pastora ya moribunda, recostada sobre un poco de paja. Ellos la saludaron y ella les dijo: "Hermanos, oren a Dios para que Él les muestre la compañía que me rodea”. Ellos se arrodillaron y vieron a María cerca de la pastora, con una corona de flores en la mano consolándola. Y, mientras las vírgenes santas entonaban un cántico, el alma de la pastora se separó del cuerpo. María la coronó, la recibió en sus brazos y se la llevó con ella al Paraíso.
Citado por san Alfonso María de Ligorio en Las Glorias de María