Fue en Belén al amanecer. La estrella acababa de desaparecer, el último peregrino había salido del establo, la Virgen había acomodado la paja, el niño finalmente se iba a dormir. ¿Pero dormimos en Nochebuena…? La puerta se abrió, empujada, se diría, por un soplo más que por una mano y una mujer apareció en el umbral, cubierta de trapos, tan viejos y tan arrugada que en su rostro color tierra su boca parecía ser solo otra arruga.
Cuando la vio, María se asustó, como si hubiera sido un hada mala la que entraba. ¡Afortunadamente Jesús dormía! El burro y el buey masticaban su paja tranquilamente y vieron a la extraña avanzar sin asombro, como si la conocieran desde siempre. La Virgen no le quitaba los ojos de encima. Cada paso que daba le parecía un siglo. La anciana continuó avanzando, ahora estaba junto al pesebre. Gracias a Dios, Jesús todavía seguía dormido. ¿Pero dormimos la víspera de Navidad…?
De repente, Él abrió los ojos y su madre se sorprendió al ver que los ojos de la mujer y los de su hijo eran exactamente iguales y brillaban con la misma esperanza. La anciana se inclinó sobre la paja, mientras con la mano buscaba en el desorden de sus harapos algo que parecía tardar siglos en encontrar. María seguía mirándola con la misma ansiedad. Las bestias también la miraron, pero siempre sin sorpresa, como si supieran de antemano lo que sucedería. Finalmente, al cabo de un largo momento, la anciana sacó de su ropa un objeto escondido en su mano y se lo entregó al niño. Después de todos los tesoros de los Reyes Magos y las ofrendas de los pastores, ¿qué era este regalo? Desde donde estaba, María no podía verlo. Solo veía su espalda doblada por la edad, que se doblaba aún más, al inclinarse sobre la cuna. Pero el burro y el buey que la veían, sin embargo no se sorprendieron. La escena duró todavía mucho tiempo.
Luego la anciana se levantó, como aligerada por el peso que la empujaba al suelo. Sus hombros ya no estaban encorvados, su cabeza casi tocaba el rastrojo, su rostro recuperó milagrosamente su juventud. Y cuando se alejó de la cuna para regresar a la puerta y desaparecer en la noche de la que había venido, María finalmente pudo ver cuál era su misterioso regalo. Eva —porque era ella— acababa de darle al niño una pequeña manzana, la manzana del primer pecado (¡y tantos otros que siguieron!). Y la pequeña manzana roja brilló en las manos del recién nacido como el globo del nuevo mundo que acababa de nacer con él.
Jérôme y Jean Tharaud
Pasaje de Les contes de la Vierge (Los cuentos de la Virgen), Plon, 1940 (en francés).