En su lucha contra los herejes albigenses, que atacaron con horribles blasfemias todas las verdades de la fe y especialmente la maternidad divina y la virginidad de María, santo Domingo, el fundador de la Orden Dominica, originario de España, mientras defendía con todas sus fuerzas la santidad de estos dogmas, imploró la ayuda de la Virgen Madre dirigiéndole con frecuencia esta invocación: “Sufre que yo te alabo, Virgen santa; fortaléceme contra tus enemigos”.
Cuán agradable fue para la Reina del Cielo la conducta de su siervo más devoto, se puede deducir fácilmente del hecho de que María quería enseñar a la Iglesia, la esposa de su Hijo, el santo Rosario: esta oración, toda una unidad vocal y mental —meditación de los principales misterios de la religión—, está maravillosamente adaptada para nutrir la piedad e inducir a las almas a la práctica de las virtudes.
Domingo tuvo una gran inspiración cuando les pidió a sus discípulos que se esforzaran a menudo y con celo, en sus sermones, para que su auditorio se familiarizara con esta forma de oración, cuya utilidad había comprobado ampliamente. De hecho, estaba convencido de dos cosas:
· Por un lado, de que María es tan poderosa ante su Hijo divino, que todas las gracias concedidas por Dios a los hombres siempre las concede a través de la Santísima Virgen y gracias a Ella.
· Por otro lado, María es tan buena y tan misericordiosa que, acostumbrada a ayudar espontáneamente a quienes sufren, es absolutamente incapaz de despedir vacíos a quienes imploran su ayuda. Además, a quien la Iglesia acostumbra aclamar como Madre de gracia y Madre de misericordia, siempre ha respondido, sobre todo, cuando uno recurre al santo Rosario, por ello, los romanos Pontífices nunca pierden oportunidad de exaltar la efectividad del Rosario mariano y de enriquecerlo con el tesoro de las indulgencias.