La gracia perfecciona a la naturaleza y la gloria, a la gracia. Es cierto, por tanto, que Nuestro Señor es todavía en el cielo Hijo de María como lo fue en la tierra y, por consiguiente, conserva para con Ella la sumisión y la obediencia del mejor de todos los hijos para con la mejor de todas las madres.
No veamos, sin embargo, en esta dependencia ningún desdoro o imperfección en Jesucristo. María está infinitamente por debajo de su Hijo, que es Dios y, por ello, no le manda como lo haría una madre con su hijo aquí en la tierra. María, transformada por Dios a través de la gracia y la gloria —que transforma a todos los santos—, no pide, ni quiere, ni hace nada que sea contrario a la voluntad eterna e inmutable de Dios.
Por tanto, cuando leemos en los escritos de san Bernardo, san Bernardino, san Buenaventura y otros que en el cielo y en la tierra todo, incluso Dios mismo, está sometido a la Santísima Virgen, significa que la autoridad que Dios le confiere es tan grande, que parece tener el mismo poder que Dios, y que sus plegarias y súplicas son tan poderosas ante Dios, que valen como mandatos ante la Divina Majestad, la cual no desoye jamás las súplicas de su querida Madre, porque son siempre humildes y conformes con la voluntad divina.
San Luis María Grignion de Monfort : Tratado de la verdadera devoción a la Santa Virgen, § 27