Cada 1 de noviembre, la Iglesia honra a la innumerable multitud de aquellos que, siguiendo a la Virgen María —ejemplo perfecto de santidad—, fueron testigos vivos y luminosos de Cristo. Si un cierto número de ellos ha sido reconocido oficialmente después de un proceso llamado "canonización" y nos han sido dados como modelos, la Iglesia sabe que muchos otros también han vivido en fidelidad al Evangelio y al servicio de todos. Por eso, en este Día de Todos los Santos, los cristianos celebran a todos los santos, conocidos o desconocidos. La santidad no es un camino reservado a una élite.
Esta celebración nos pone en contacto con todos los santos canonizados, es decir, con aquellos que la Iglesia asegura, comprometiendo su autoridad, que están en la Gloria de Dios, como aquellos —de hecho, los más numerosos— que están en la bienaventuranza divina. De esta manera, con la festividad de Todos los Santos, la liturgia de la tierra nos ofrece un anticipo de la liturgia eterna.
La solemnidad de todos los santos parece relacionada históricamente con la consagración del antiguo templo romano del Panteón por el Papa Bonifacio IV a principios del siglo VII. Originalmente dedicado a todos los dioses, ese es el significado de su nombre en griego, el Panteón fue consagrado a María y a todos los mártires, a quienes más tarde se agregaron los confesores.
El aniversario de la consagración del Panteón y, por tanto, la festividad de Todos los Santos, se fijó primero el 13 de mayo, cerca de las celebraciones de Pascua y Pentecostés. El vínculo con estas dos grandes festividades definía el sentido original de la gestividad de Todos los Santos: saborear la alegría de aquellos que ponen a Cristo en el centro de sus vidas. Desde el año 835, el día de Todos los Santos se celebra el 1 de noviembre.