Gertrudis solía posponer cualquier cosa que le pareciera bella y agradable por su Amado.
También, cuando oía leer o cantar en honor de la bienaventurada Virgen y de los otros santos palabras que exaltaban su afecto, era hacia el Rey de reyes, su Señor, más que a los santos conmemorados, a quien dirigía los arrebatos de su corazón.
En la solemnidad de la Anunciación, sucedió que el predicador se complació en exaltar a la Reina del Cielo y no hizo mención de la encarnación del Verbo, obra de nuestra salvación. Gertrudis sintió dolor y, pasando después del sermón frente al altar de la Madre de Dios, no experimentó, al saludarla, la misma suave y profunda ternura, sino que su amor se orientó con más fuerza a Jesús, fruto bendito del vientre de la Virgen:
“No temas nada, oh amada mía —le dice Jesús— porque a la Madre le agrada mucho que, al cantar sus alabanzas y su gloria, dirijas tu atención hacia mí. Sin embargo, como tu conciencia te lo reprocha, ten cuidado, cuando pases frente al altar, de saludar con devoción la imagen de mi Madre Inmaculada y no saludar a mi imagen.
"Oh, mi Señor y mi único Bien —exclamó ella—, mi alma nunca puede consentir en abandonar a quien es mi salvación y su vida para dirigir sus afectos y sus respetos a otra parte.”
El Señor le dijo con ternura: “Oh, amada mía, sigue mi consejo y, cada vez que parezcas dejarme para saludar a mi Madre, te recompensaré como si hubieras realizado un acto de esa gran perfección mediante la cual un corazón fiel no duda en abandonarme, a fin de glorificarme más; a mí que soy céntuplo de céntuplos”.
En Gertrude d'Helfta, Le Héraut de l'Amour divin, t. I, Tours, Mame, 1921.