Después de anunciar a María el misterio de la Encarnación, el arcángel Gabriel le advierte que su prima Isabel, vieja y hasta entonces estéril, será madre dentro de tres meses, gracias a un nuevo prodigio. María no tarda a ponerse en camino para ir a felicitar a la feliz madre.
Este viaje no tuvo un móvil humano conmovedor, María poseía en ella, con Jesús, todas las riquezas y todas las alegrías del Cielo; eso le bastaba, y ninguna necesidad agitó su corazón; sino por un deber de bondadosa caridad se presentó a cumplir; viendo también en ello un ejercicio de celo y una ocasión para glorificar a Dios.
Además, el Espíritu Santo la guió: el encuentro de las dos futuras madres y especialmente el de los hijos que llevaban en su seno, estaba en los designios providenciales. Así que María se apresura, se expone a la fatiga de un largo camino y pronto llega al final del viaje. Pero apenas María e Isabel están en presencia, el hijo de Isabel se estremece en su seno, y ella, asida por el espíritu de profecía, exclama al abrazar a María: "Bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre!” Palabras que la Iglesia ha incluido en el Ave María para convertirla en una de las oraciones cristianas más bellas; palabras que resonarán en todas partes y a través de los siglos.
Por lo tanto, la misión de Jesús comienza antes de su nacimiento, santifica a Juan el Bautista en el vientre de su madre; por esta emoción que siente anuncia el profeta que adivina su Dios, y el precursor que reconoce al Salvador
Abad Jaud