Las vírgenes consagradas en el mundo testifican que la virginidad no es de no tener afectos, aun si ella implica renunciar a una familia de carne y a las relaciones físicas con un hombre, es más bien estar completamente disponible al deber de fecundidad espiritual y concreta a la que el Señor les ha llamado.
Cristo está en el corazón del matrimonio cristiano y las vírgenes consagradas demuestran que dando todo a Cristo, la vida es verdaderamente fecunda. Como la Virgen María, ellas conservan en su corazón el misterio más grande y lo llevan al mundo.
San Agustín enseña justamente, la importancia de la maternidad espiritual que no se opone a la maternidad carnal “La Iglesia reproduce el modelo de la madre de su esposo y de su Salvador y ella es, también, madre y virgen (…) Un día -cuenta el Evangelio- la madre y los hermanos de Jesús (es decir sus primos) se hicieron anunciar pero se quedaron afuera por que la multitud no les permitía aproximarse (al maestro). Jesús decía estas palabras “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?” E indicando con la mano a sus discípulos, dijo: «Estos son mi madre y mis hermanos. Cualquiera que cumpla la voluntad de mi Padre de los Cielos, ése es para mí un hermano, una hermana o una madre.” (La santa virginidad 2.2-3.3)
María abrió el camino a todas las mujeres que, siguiéndole, acogen el llamado divino a darle todo el corazón al señor en la virginidad. No son solamente las mujeres las llamadas a la vida virginal, Cristo también se ha comprometido y ha comprometido a sus apóstoles.