Entonces la Madre de Dios le presentó a Nuestro Señor al bienaventurado Domingo. Acepto, dijo el Hijo de Dios, el hará todo muy bien y con ahínco todo lo que has dicho. Ella le presentó al bienaventurado Francisco, el Salvador lo aprobó igualmente.
El bienaventurado Domingo, considerando atentamente en esta visión a su compañero al que todavía no conocía, lo encuentra al día siguiente en una iglesia y lo reconoce, tras lo que había visto durante la noche, se echó en sus brazos y teniendo contra su pecho lo abrazó con efusión diciéndole. Tú eres mi hermano de armas; caminarás conmigo al mismo paso y ningún enemigo podrá contra nosotros.
Le cuenta enseguida su visión y, desde entonces, se unieron en un solo corazón y una sola alma en Dios; recomendaron a sus hijos a hacer lo mismo entre ellos, siempre en amor y reverencia, y este gesto simple dejó sobre el océano de los siglos, una estela indeleble y las dos milicias mendicantes encontraron en ello el símbolo de su eterna alianza. Por esa razón el Patriarca de los Predicadores tiene su lugar entre nosotros, los franciscanos, y les damos también el título de Padre.
En Les Fleurs Franciscaines, 2a serie, página 187