María es ante todo «la que creyó», tal como lo declara su prima Isabel en la Visitación. Si es importante enfatizar el lugar determinante de la fe en la vida de la Virgen, es porque el pecado original es primero una cuestión de fe antes que un asunto de actos transgresores y reprensibles. En la historia de la caída de Adán y Eva del libro del Génesis, la primera pareja de la historia cae porque cree en las afirmaciones de la serpiente que presenta a Dios como un maestro celoso, suspicaz, desconfiado, avaro y temeroso de la competencia. Al escuchar esta voz demoniaca, Adán y Eva pierden la fe recta en la bondad de Dios, el cual deja de ser para ellos un Padre lleno de solicitud y amor.
Por el contrario, si una nueva era de la historia de la humanidad comienza con María, es porque quien se convertirá en la madre del Hijo de la promesa, Jesús, creyó en las promesas de Dios cuando este le anunció en la voz del ángel Gabriel, que daría a luz al Hijo del Altísimo. Del mismo modo, creerá a los pies de la Cruz, ¡y en qué condiciones!
Para María, Dios sigue siendo el Padre de Israel y de toda la humanidad. Nunca dudó de su profunda bondad, simplemente porque permaneció ajena a las huellas del pecado original. Así, orar a la Virgen es orar para crecer en la fe. Y cuanto más creemos en la paternidad amorosa de Dios, más celosos estaremos de embellecer a la esposa que le ha dado a su Hijo: la Iglesia
Jean-Michel Castaing: Teólogo, 9 octubre 2018