Oh tú, quien quiera que seas, si te sientes arrastrado por la marea del mundo, a la deriva entre tormentas y tempestades, no apartes los ojos de la luz de esta estrella. Cuando se desaten las ráfagas de la tentación, cuando vayas derecho sobre los arrecifes de la adversidad, mira la estrella, ¡llama a María!
Si el orgullo, la ambición, los celos te envuelven en sus olas, mira la estrella, ¡invoca a Maria! Si la ira o la codicia, si los hechizos de la carne sacuden la nave de tu alma, ¡mira a María! Cuando te sientas atormentado por la enormidad de tus pecados, avergonzado por la suciedad de tu conciencia, aterrorizado por la amenaza del juicio, no te dejes atrapar por el abismo de la tristeza o de la desesperación, ¡piensa en María!
¡En los peligros, ansiedades, dificultades, ¡invoca a María, implora a María! Que su nombre no abandone tus labios ni se aparte de tu corazón y para que tus oraciones sean escuchadas, no dejes de imitar su vida. Si la sigues, nada podrá desviarte; si oras, nunca desesperarás; si la guardas en tu mente, no te perderás en el camino.
Si ella te abraza y no habrá más caídas; si ella te protege, no más miedos. Bajo su guía, no más fatiga. Gracias a su favor, llegarás a buen puerto. Tu propia experiencia te mostrará cuánto se justifica la frase: ¡el nombre de la virgen era María! (Traducido del francés)
San Bernardo de Claraval. Fragmento de la segunda homilía “Super missus”