Totalmente conscientes de la dignidad intrínseca de las mujeres, a quienes reconocen como iguales a los hombres ante los ojos de Dios, la Iglesia les ha proporcionado una protección que la sociedad no siempre ha podido brindarles, y se ha apoyado en ellas para difundir la fe, desde los orígenes del cristianismo. Muy presentes en torno a Cristo, tuvieron, en la construcción de las primeras comunidades cristianas, un papel eminente aunque diferente del de los apóstoles de Jesús.
Contrariamente a una leyenda persistente, la iglesia medieval no oprimió a las mujeres ni les enseñó que eran inferiores a los hombres. En la Edad Media, las mujeres ocuparon un lugar eminente entre los grandes modelos de santidad. Lejos de ser misógina, la Iglesia de la Edad Media les dio a las mujeres una libertad que antes no tenían y que en parte perdieron. La iglesia medieval buscó en muchos sentidos protegerlos, incluyendo la promoción del matrimonio monógamo e indisoluble.
En el Renacimiento, el regreso de la ley romana, desfavorable para las mujeres, condujo a un endurecimiento de las instituciones civiles y religiosas a su respecto. Con la Revolución, las mujeres no obtuvieron ninguna existencia política y el Código Civil (1804) refuerza la autoridad del padre de familia y su derecho de propiedad en detrimento de la mujer.
Si bien las mujeres pueden haber sido relegadas a una posición de subordinación, han mantenido un lugar especial en la Iglesia, como fundadoras de nuevas formas de espiritualidad, por ejemplo. La Iglesia ha recordado constantemente el papel único de las mujeres en la tradición bíblica y cristiana. Los últimos Papas tuvieron en cuenta de una manera nueva la condición y la vocación de las mujeres.