El 10 de marzo de 1615 en Glasgow (Escocia), el célebre misionero jesuita San Juan Ogilvie subía al cadalso en mártir de la fe católica.
En esa hora suprema, de pie sobre el estrado desde donde dominaba miles de espectadores, deseando dejarles un recuerdo como una prenda de aquella fe por la cual feliz iba a morir, tomó el único objeto que le quedaba, un rosario, lazándolo con fuerza hacia la multitud.
E el rosario alcanzó el pecho de un joven húngaro calvinista Jean de Heckersdorff, que hacia un viaje de estudios y de placer y que ese día se encontraba por casualidad en Glasgow.
Estaba profundamente perturbado. El recuerdo de ese rosario le perseguiría por todas partes, hasta el día en que abjuró la herejía en Roma, a los pies del Santo Padre. El joven declaró innumerables veces, hasta su muerte, que atribuía su conversión al rosario.
¿Quién puede imaginar el poder que ejerce en el alma de un pecador un símbolo de fe tan sencillo como este?