La Iglesia mariana sigue a María por la montaña y se marcha con Ella al encuentro de la vida. Ella visita a las mujeres y a los hombres y más allá de las deficiencias aparentes ella está atenta a cuanto nace y de cuanto es posible. De la vida que palpita en ellos.
La Iglesia mariana se regocija y canta. En lugar de lamentarse sobre su suerte y sobre las desgracias del mundo, se maravilla de lo que hay de bello sobre la tierra y en el corazón de los hombres. Y ve en ellos la obra de Dios.
La Iglesia mariana sabe que es objeto de un amor gratuito y que Dios tiene entrañas de madre. Ella lo vio, a la entrada de la puerta, vigilar el improbable retorno del Hijo; ella lo vio echársele al cuello, ponerle al dedo el anillo de fiesta y organizar él mismo la fiesta de su encuentro (…).
Ella « no apaga la mecha que todavia arde ». Cuando ella encuentra a alguien al borde del camino, herido por la vida, se sobrecoge de compasión y con infinita dulzura le cura las heridas. Ella es el puerto seguro y siempre abierto, el refugio de los pecadores, mater misericordiae, Madre de Misericordia.
François Marc, Marista - Tomado de « Pour une Eglise mariale », dans La Croix du 11 mai 1996