En 1951, un misionero de América del Sur, cuenta lo siguiente: "Durante una visita a nuestro convento en un puerto importante, el guardián de la casa me pidió que administrara la extremaunción a un moribundo. En una casa elegante, tumbado en su cama, me encontré con un noble anciano de pelo blanco como la nieve, un antiguo almirante.
Ni siquiera había cerrado la puerta detrás de mí, cuando me pidió cortésmente pero con firmeza que abandonara el lugar. A pesar de la fría acogida, me senté junto a su cama, invoqué a la Madre de Dios y puse al enfermo en sus manos...
Al instante, lo vi más tranquilo, me permitió tomarle las manos y rezar juntos. Sin dificultad, abjuró de la masonería, hizo una confesión general y recibió la absolución. Luego me abrazó como un padre abraza a su hijo...
A mi regreso al monasterio, el padre me preguntó: "Entonces, ¿le puso en la puerta" - No, respondí, se confesó - ¡No es posible! A mí me han echado y al Padre Guardián también. A pesar de nuestros mejores esfuerzos, no logramos nada! - Usted olvidó sin duda que el camino hacia Jesús se hace a través de María. Usted ha trabajado solo, por así decirlo. Yo dejé trabajar a la Madre de todas las gracias... "
Según A.M. Weigl, Ein Mutterherz für alle, en la revista "Sanctificatio nostra" (junio 1951)