La contemplación de Cristo encuentra en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece a título especial. Fue en su seno que Él se formó, tomando en ella la forma humana que evoca una intimidad espiritual seguramente todavía mayor. Nadie se ha dedicado a contemplar el rostro de Cristo con tanta asiduidad como María. Ya en la Anunciación, cuando concibió del Espíritu Santo, los ojos de su corazón, de alguna manera, se centraron en Él. En el transcurso de los meses siguientes, ella comienza a sentir su presencia y a presentir su fisonomía. Cuando al fin ella lo trae al mundo en Belén, sus ojos de carne se entregan tan tiernamente en el rostro de su Hijo, lo envuelve en sus mantas y lo acuesta en un pesebre (cf. Lc 2, 7).