Sería imposible citar el número de santos que han encontrado en el Rosario una auténtica vía de santificación. Basta recordar al santo Luis María Grignion de Montfort, autor de una obra preciosa sobre el Rosario, y más cerca de nosotros al Padre Pío de Pietrelcina, a quien yo tuve recientemente la dicha de canonizar. El bienaventurado Bartola Longo tuvo un carisma especial, el de verdadero apóstol del Rosario. Su camino de santidad se apoya sobre una inspiración que oyó en lo más profundo de su corazón: «Quien propaga el Rosario está salvado». A partir de entonces, se sintió llamado a construir en Pompeya un santuario dedicado a la Virgen del Rosario, cerca de las ruinas la antigua ciudad, tocada hacía poco por el anuncio evangélico, antes de ser sepultada en el año 79 durante la erupción del Vesuvio para renacer de sus cenizas siglos más tarde, como testimonio de la luz y de la sombra de la civilización clásica.