Cuando María llora por nosotros, sus lágrimas son un verdadero diluvio universal de la Sangre divina, de la cual ella es Dispensadora soberana, y esta efusión es al mismo tiempo la más perfecta de todas las oblaciones. Ella es la única Madre según la Gracia que ha tenido el poder de hacerla adorar a sus otros hijos por la sola virtud de sus lágrimas. El Evangelio se refiere sólo una vez a las lágrimas de la Santa Virgen; y es cuando ella pronuncia la cuarta palabra después de haber encontrado a su Hijo. Es ella misma quien habla en ese momento. En otro pasaje, los evangelistas dicen simplemente que Jesús llora y ello nos debe bastar para adivinar lo que hacía su Madre. San Bernardino de Siena dice que el dolor de la Santa Virgen fue tan grande que si ella estuviera divida entre todas las criaturas capaces de sufrir, éstas perecerían al instante. Ahora bien, si se tiene en cuenta la prodigiosa iluminación de esta alma llena del Espíritu Santo para quien las cosas futuras tenían sin duda una realidad actual y sensible, hay que escuchar esta afirmación, no solamente el Viernes Santo, sino en todos los instantes de su vida, después de la salutación del arcángel hasta su muerte.