Cuando yo tenía apenas dos años, estando acostado en mi cuna, fui víctima de una parálisis que no me permitía moverme: todo cambio de posición me hacía dar gritos de dolor, sobre todo durante las horas del sueño. Una noche, mi padre no soportó más, se levanto resuelto; sin decir una palabra, bajó a la caballeriza, tomó su yegua Rojilla y salió de casa. Todos estaban sorprendidos. Según lo que mi padre le contó a mi madre y que ella me diría varias veces, ese día él se dirigió al santuario de la Virgen en el norte de la Provincia. Llamó al presbiterio, pidió las llaves del santuario y una linterna y descalzo se dirigió hasta el santuario de la Virgen situado a un kilómetro. Una vez presentada su promesa y solicitud regresó al presbiterio y tras haberle dado las gracias al párroco tomó el camino hacia casa, montado en su caballo. Eran más o menos las 7 de la mañana cuando entró directamente a ver a su hijo, y al verme de pie junto a la pared estalló en llanto. ¡Yo había sanado! Todo el mundo se levantó y la paz volvió a la casa. Este acontecimiento ha sido para mí de una importancia muy grande. La Santa Virgen continúa protegiéndome en mis dudas y en los momentos más difíciles de mi vida.