Cuando Jesús comenzó a predicar, su Madre se mantuvo alejada, no perturbaba su trabajo, incluso cuando el volvió al cielo, ella no se puso a predicar y enseñar; no se sentó en la silla apostólica; no tomó ningún lugar en el ministerio, se limitó a buscar humildemente a su Hijo en la oración diaria de los Apóstoles. Después de su muerte y la de los apóstoles, cuando ella se convierte en Reina, y que ocupa un lugar a la derecha de su Hijo, ella no se dirige a los fieles para que hicieran conocer su nombre por los últimos rincones de la Tierra, sino que espera tranquilamente el momento en que su gloria pudiera contribuir a servir a la gloria de su Hijo. Y cuando se presentan las objeciones en contra de su culto, ella aguarda con paciencia el día en que sus derechos ya no serían discutidos, el tiempo, si Dios lo permite, en que sin ninguna oposición, se le reconocería en medio del júbilo de la Iglesia, la pureza inmaculada de su concepción.