Nos muestra el Creador una nueva creación, manifestándose a nosotros sus criaturas. Germinando en un seno sin simiente, lo conservó intacto para que al considerar tal maravilla cantemos aclamándola: ¡Salve, flor incomparable! ¡Salve, corona de la pureza virginal! ¡Salve, rostro refulgente de la Resurrección! ¡Salve, espejo de la vida evangélica! ¡Salve, árbol cuyos frutos luminosos nutren a los fieles! ¡Salve, ramaje frondoso que da su nombre a muchos! ¡Salve, Madre del Guía de los perdidos! ¡Salve, Madre del Redentor de los cautivos! ¡Salve, tranquilidad del justo! ¡Salve, reconciliación de los pecadores! ¡Salve, túnica de la gracia para los desnudos! ¡Salve, ternura que supera todo deseo! ¡Salve, Esposa siempre Virgen! Mirando este racimo asombroso, nos convertimos en extranjeros de este mundo, poniendo nuestro espíritu en los Cielos. Por eso el Altísimo se manifestó en la tierra como un hombre humilde, para atraer hacia las alturas a todos los que Lo aclaman: ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya!