Era el día de la Purificación de la Virgen. Yo me encontraba en Foligno, en la iglesia de los Hermanos Menores. Una voz me dice: «Esta es la hora en que María, Virgen y Reina, viene al templo con su Hijo ». Mi alma escucha con gran amor, al escuchar se sintió feliz y en su felicidad vio entrar a la Reina y avanza hacia ella estremecida de respeto. Yo dudaba, temía acercarme. Ella, entonces, me reconforta y me dice: «Tú que amas a mi Hijo, recibe a quien amas.» Y me lo pone en las manos, él estaba envuelto en sus sábanas, tenía los ojos cerrados como si durmiese. La Reina se sentó, como una mujer fatigada. Sus gestos eran tan bellos, su actitud tan maravillosa, su aspecto tan noble, su mirada tan sublime, que mis ojos no conseguían fijarse solamente sobre Jesús. De pronto el niño se despierta en mis brazos, abrió y alzó los ojos, el paño se le había caído. Jesús me mira, con un guiño de ojo me elevó y me venció totalmente. El esplendor brotaba de sus ojos, y su alegría brillaba como una llama. Entonces se me apareció en toda su inmensa e inefable majestad y me dijo: « Aquél que no me haya visto pequeño no me verá grande.» Y agregó: « Yo vine a ti y me ofrezco a ti para que así tú te ofrezcas a mí.»