« El cetro no se alejará de Judá, antes de que venga Ese, a quien le pertenece » La primera de las profecías que evoca el momento de la venida del Mesías está en el Génesis, (Gn 49,1-10), cuando Jacobo, nacido de Isaac, bendice a su hijo antes de morir. «Reuníos para que os anuncie lo que os espera en el futuro.» Y prosigue: « El cetro no se alejará de Judá, hasta que venga Ese a quien le pertenece, a quien los pueblos deben obediencia. » Ese pasaje, que siempre fue escuchado por los exégetas de Israel con un sentido mesiánico, cobra un actualidad nueva en tiempos de la Virgen, después que Herodes I fue nombrado rey de Judea poniendo fin a la dinastía judía asmonea. Los judíos de Israel serán a partir de entonces regidos por un rey edomita, hijo de una mujer nabatea, salida de una tribu árabe y amigo de los romanos, aunque oficialmente se convirtió al judaísmo. La Judea se convierte entonces en una provincia vasalla de Roma y lo será hasta la destrucción de Jerusalén en el 70 después de Cristo. Cuando Octavio confirma a Herodes I el título de rey de Judea, de Samaria, de Idumea y de Galilea, ofreciéndole la planicie del Golán y los pueblos de la costa del Mediterráneo que debió haberle dado a Cleopatra, Jerusalén fue sacudida por un terremoto que causó 10.000 víctimas. Con la llegada de Herodes I la autoridad pasa a los romanos y el signo mesiánico se cumple, pues el cetro se aleja definitivamente de Judá. A tal punto que los judíos responderán a Pilatos, durante el proceso de Cristo: « No tenemos otro rey que César. »(Jn 19,15).