Un día de 1837, hacia las once de la mañana, Cottolengo salió de la "Casa Pía" muy pálido y abatido. La portera, la hermana Gabriela, al verlo llegar tan pronto y tan decaído le pregunta si le ocurría algo y si no necesitaba ayuda, No, respondió. Solamente necesito descansar y que nadie me interrumpa. Poco después, una señora desconocida solicita hablar con Cottolengo. Y señala amablemente que lejos de contrariarlo, su visita le resultará agradable, y le ruega a la hermana que lo prevenga. Estupefacta, ante las bondadosas palabras de su interlocutora, la hermana se la queda viendo y le encuentra un aire tan majestuoso y una mirada plena de luz que se siente poseída de admiración y respeto por ella. Corre, entonces, a prevenir a Cottolengo y le describe el porte y la distinción imponente de la señora que lo solicita.