Durante su peregrinación à Roma, Teresa experimenta la ternura de María, en la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria: « Las gracias que ella me acordó me emocionaron profundamente, tanto que mi alegría tradujo en lágrimas como el día de mi primera comunión. La Santa Virgen me hizo sentir que verdaderamente ella me había sonreído y que me había curado. Comprendí que me cuidaba, que era su hija, y que no podía llamarla de otra forma que "Mamá". Con cuánto fervor le supliqué realizarme mi sueño escondiéndome bajo su manto virginal. ¡Ah! Ese era uno de mis primeros deseos de niña (...). Cuando crecí, comprendí que en el Carmelo encontraría verdaderamente el manto de la Santa Virgen.»