La Santa Virgen - prosigue Melania- lloró casi todo el tiempo mientras me hablaba." Las lágrimas le caían lentamente hasta las rodillas, luego, como chispas de luz, desaparecían (...) Yo hubiera querido reconfortarla y que no llorara más, pero me pareció que con sus lágrimas quería mostrarse olvidada de nuestro amor. Hubiera querido lanzarme a sus brazos y decirle: ¡"Madre mía de bondad, no llores!" ¡Yo te voy a amar por todos los hombres de la Tierra! Estaba muy bella, toda plena de amor. Diríase que la palabra amor salía de sus labios puros. Su mirada era dulce y penetrante. Su vestido era de un azul plateado. La corona de rosas que llevaba en la cabeza era tan luminosa que es imposible imaginársela. De las rosas salían unos rayos dorados, que formaban una diadema más espléndida que el sol. Tenía un delantal amarillo. ¿Qué digo, amarillo? Era más brillante que varios soles juntos; de una belleza arrebatadora. En el cuello, tenía dos cadenas, una grande y otra más pequeña. En la pequeña llevaba una cruz radiante, cuyo crucifijo era color de carne natural, muy brillante. Tenía la cabeza inclinada hacia abajo, el cuerpo desplomado sostenido solamente por clavos, como si se fuese a caer. Pero a veces parecía vivo, la cabeza derecha, los ojos abiertos, y como si quisiera hablar: decirle a los hombres que vino para atraernos Él, a su amor infinito. ¡Qué pena ser tan pobre en mi expresión para describir el amor que nos prodiga nuestro Salvador!