Una vez, cuando Grignion de Monfort era misionero, subía el Sena en una embarcación de unas 200 personas que bromeaban groseramente, cantando canciones mundanas. Monfort ata su crucifijo a su bastón y les dice: "Que aquellos que aman a Jesucristo se unan a mí para adorarlo". En medio de la mayor indiferencia, ninguno responde. El, entonces, se dirige al hermano Nicolás: "De rodillas, recemos el Rosario" Entre una avalancha de chirigotas los dos hombres con toda piedad, recitan en calma el Ave María. Cuando terminan el primer rosario, el Santo se pone de pie y con voz dulce los invita a unirse a ellos para invocar a María. Nadie se mueve, pero la indiferencia se disipa a medida que la oración avanza. "Santa María, ruega por nosotros pecadores." El rostro del Santo se transfigura. Cuando terminan las cinco decenas, hay en su mirada una expresión de súplica y en su voz tanta paz y autoridad que cuando conjura a los asistentes a recitar con él la tercera decena del rosario, todos se ponen de rodillas y repiten dócilmente la dulce oración olvidada desde la infancia. El santo ya puede regocijarse: de un escenario de groserías y obscenidades hizo un santuario, a tantos labios acostumbrados a las blasfemias, él trajo el nombre de María.