La naturaleza ha hecho del nombre de la madre el más dulce de todos los nombres, y del amor maternal una forma de amor solícito, pleno de ternura; de esa misma manera el alma piadosa siente que la palabra es incapaz de expresar cómo arde en María la llama de un amor bondadoso y activo. Y es porque Ella es nuestra Madre, no sólo en el plano natural sino por Cristo. Ella nos conoce mejor que nadie, ella ve todo los que nos concierne: la ayuda que necesitamos en la vida, los peligros que corremos, las angustias y los males que nos rodean, la dificultad, y sobre todo la batalla que libramos por la salvación de nuestra alma frente al enemigo tenaz. En todo eso y en todas las pruebas, ella tiene mejor que nadie el poder y la voluntad de procurar siempre a sus hijos amados el consuelo, la fuerza y el socorro. Dirijámonos a María, con ánimo y ardor, supliquémosle en nombre de todos los lazos maternales que la unen estrechamente a Jesús y a nosotros, invoquemos con profunda piedad su asistencia a través de la oración que ella nos ha indicado y que le complace. Así podremos, y con justa razón, reposarnos en seguridad y alegría bajo la protección de la mejor de todas las madres.