En un suburbio de Tokio llamado "Puente de Madera", en unas antiguas barracas militares vivían unos mil ancianos apátridas, aislados. Una noche, hacia las dos de la madrugada, el teléfono suena: una anciana agonizante, solicita un sacerdote. Siendo niña, frecuentó una escuela católica. Allí, una religiosa la instruyó durante tres años y a la edad de diecisiete años se hizo cristiana. "Recibí el Santo Bautismo y la Eucaristía", me dijo. Pero luego se casó, según la voluntad de su familia, con un bonzo budista que poseía un templo, alejado en la montaña. Se fue pues allí, al templo, cuyo mantenimiento debía asegurar; además del cuidado de numerosas tumbas y el de quemar el incienso durante las fiestas fúnebres. Su marido le habría permitido ir a la iglesia, pero allí no había ninguna. Trajo al mundo ocho niños. Setenta años después, su marido murió, todos sus hijos murieron también, cinco de ellos durante la guerra. Hace 10 años, llegó otro sacerdote budista, por lo que debió dejar el templo. Le pregunté si, durante todos esos años había pensado en Dios. Ella me observa con asombro y saca con dificultad la mano derecha de entre las sábanas. En ella tenía un rosario y le oí esta respuesta: "Durante estos años, todos los días y varias veces al día, sin dejar uno solo, rezaba mientras hacía mi trabajo; «tenía siempre la cadena de María en las manos o en mi bolsillo y le he pedido todos los días que antes de morir, pudiera encontrar una vez más a un sacerdote católico que me diera el Pan de Dios.»