El 27 de noviembre de 1830, era un sábado, víspera del primer domingo de Adviento, a las cinco y media de la tarde, mientras hacía la meditación en un profundo silencio, yo creí oír, del lado del santuario, como el ruido de un vestido de seda. Miré a la Santa Virgen cerca del cuadro de san José, su estatura era mediana y su silueta muy hermosa; imposible describir su belleza. Estaba de pie, llevaba un vestido blanco color de la aurora. La cabeza cubierta por un velo blanco que le caía sobre las espaldas hasta los pies. Los cabellos hacia atrás con una especie de diadema bordada de encajes. Su rostro despejado y los pies sobre un globo, o mejor dicho, sobre la mitad de un globo, fue al menos lo que alcancé a ver. En las manos, a la altura de la cintura, sostenía otro globo. Los ojos elevados hacia el cielo y el rostro iluminado mientras le ofrecía el globo a Nuestro Señor. De pronto, sus dedos se llenaron de anillos de piedras preciosas muy bellas. Los rayos que éstas destellaban se reflejaban por todos lados, cubriéndola de una tal claridad que ya no veía ni sus pies ni su vestido. No sabría decir lo que sentí y aprendí en tan corto tiempo. Mientras yo la contemplaba, la Santa Virgen bajó la mirada y una voz me dijo en el fondo del corazón: el globo que estás viendo representa al mundo entero y particularmente a Francia y también a cada persona de forma especial.