Y ahí estaba también José que, en su presencia invisible, compartía todo con María. María con Jesús, decía en voz baja al mismo tiempo que Él: «Tengo sed». Ella tenía sed con Él, y no solamente la sed física atroz, de Su cuerpo sufrido, desprovisto de Su sangre, ardiendo de fiebre. María trató seguramente de calmar esa sed, pero cuánto sentía con Jesús esa sed espiritual, esa sed de nosotros todos, de la que Él quería librarnos con Su muerte. Lo que vivía Jesús, María lo vivía con Él. En su maternidad que en ese momento llegaba a su mayor plenitud, Ella reunía en Ella a todos sus hijos, a todos los hijos de Dios, sus hijos de desde el principio de los tiempos hasta el fin del mundo. Ni uno solo quedó fuera, ni buenos ni malos. Con su Jesús amado, ella también decía: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Y no era solamente por aquellos que en el Calvario hacían sufrir a Jesús; sino por los pecadores de todos los tiempos. Con Él, su corazón incansablemente repetía: «¡Padre, perdón!» Ella le presentó a su Hijo todos aquellos que Le han amado y esperado, todos aquellos que hoy Le aman; nosotros estábamos ahí presentes, y también todos los que le amarán hasta el final de los tiempos, reunidos en el corazón de la Virgen, en el que ardía el corazón del Padre. Nuestro amor fue la consolación de Jesús en la hora de su muerte.