Érase un hombre como usted o como yo, un hombre ni mejor ni peor, un pobre diablo de pecador. ¿Qué había hecho? Yo no lo sé. Habría cometido una falta más grave que otra, un pecado más grande que otro, un día en que Dios, sin duda, lo había abandonado a su suerte, durante un largo tiempo. Lo llevaban a la horca de la ciudad de Tolouse, entre el verdugo y los cónsules, en medio de una multitud curiosa y de gente peligrosa, que acudió a ver lo que descubrirían más adelante. Ese día el rey René llegaba a Tolouse con su esposa Aude, con quien acababa de casarse en una ciudad vecina. Al pasar delante de la horca, la Reina vio al condenado ya subido en la escalera y con la cuerda al cuello. No pudo evitar lanzar un grito y llevarse las manos a los ojos para no contemplar el horror. El rey para todo su séquito, manda al verdugo detenerse y se vuelve hacia los Cónsules: Señores Cónsules, dice, la Reina les pide, como regalo de bienvenida que le acordéis la gracia a este hombre. Pero los Cónsules responden: - Señor, este hombre ha cometido un crimen que no se le puede perdonar y a pesar de nuestro deseo de complacer a la Reina, la ley nos exige ahorcarlo. -¿Existe en este mundo una falta que no pueda ser perdonada? Pregunta tímidamente Aude. - En realidad, no, respondió el Consejero del Rey señalando que según la costumbre en Tolouse todo condenado podía ser rescatado por la suma de mil ducados. - Es cierto, respondieron los Cónsules, pero, ¿de dónde quiere usted que este hombre saque semejante cantidad?