Me estaba yo paseando por la playa cuando recibí la mayor gracia de mi vida. Caminaba solo, escuchaba los pajaritos cantar al despertar el día, cuando de pronto (no encuentro otras palabras) "caí en el cielo". Es decir, me encontré consciente y materialmente en presencia de Dios. Miré desfilar mi vida frente a mí, todo lo que me daría alegría, todo lo que lamentaría. Comprendí que el objetivo de mi vida era amar y servir a mi Dios y Señor; vi de qué manera su amor me cubría y me apoyaba en cada instante de mi existencia; vi cómo cada una de mis acciones tenían un sentido moral, por el bien o por el mal; vi cómo todo lo que había vivido era lo mejor que podía ocurrirme; lo mejor previsto para mí por un Dios amante, sobre todo los hechos que me causaban mayor sufrimiento, vi las penas que viviría al final: cada hora que había desperdiciado, y en todo momento yo bañaba en el mar del amor inimaginable de Dios. La respuesta a todas las preguntas que me hacía interiormente me fue dada, excepto una capital: el nombre de ese Dios que se me revelaba como sentido y finalidad de mi vida. No lo concebía como el Dios del Antiguo Testamento presente en mi imaginación desde mi infancia. Rogaba por conocer su nombre, por saber qué religión me permitiría servirle y venerarlo. "Déjame saber tu nombre, me da lo mismo si eres Buda, y si debo ser budista, si eres Apolo y debo ser un pagano, si eres Krisna y debo ser hinduista; solamente espero que no seas Cristo y que no deba asumir el cristianismo". Y por consiguiente, aunque Dios escuchó mi ruego, en ese momento no recibí ninguna respuesta.