Aquí, hermanos amados, sopesad, yo os conjuro, cuánto le debemos a la bienaventurada Madre de Dios y cuantas acciones le debemos dar a Dios por tan gran don. Pues el Cuerpo de Cristo que ella concibió y llevó en su seno, que envolvió en sus pañales, amamantó con su leche con maternal solicitud, es el mismo Cuerpo que nosotros recibimos en el altar; es su Sangre que nos bebemos en el sacramento de nuestra redención. Es esto lo que sostiene la fe católica y lo que la Santa Iglesia nos enseña. No, no hay palabra humana que sea capaz de alabar dignamente a Esa de quien el Mediador de Dios y de los hombres tomó cuerpo. Cualquier veneración que le podamos acordar está por debajo de sus méritos; porque Ella nos preparó en sus castas entrañas la carne inmaculada que alimenta ahora a las almas.