Desde la Anunciación hasta la Cruz, María es aquélla que acoge la Palabra que se hizo carne en ella y que enmudece en el silencio de la muerte. Finalmente, ella es quien recibe en sus brazos el cuerpo entregado, ya exánime, de Aquél que de verdad ha amado a los suyos « hasta el extremo » (Jn 13,1). Por esto, cada vez que en la Liturgia eucarística nos acercamos al Cuerpo y Sangre de Cristo, nos dirigimos también a Ella que, adhiriéndose plenamente al sacrificio de Cristo, lo ha acogido para toda la Iglesia. Los Padres sinodales han afirmado que « María inaugura la participación de la Iglesia en el sacrificio del Redentor ».[104] Ella es la Inmaculada que acoge incondicionalmente el don de Dios y, de esa manera, se asocia a la obra de la salvación. María de Nazaret, icono de la Iglesia naciente, es el modelo de cómo cada uno de nosotros está llamado a recibir el don que Jesús hace de sí mismo en la Eucaristía.